Holt Victoria (Jean Plaidy) - Madame du Barry, Holt Victoria

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Madame du Barry, amante real

 

 

Jean Plaidy

 

 

 

 

Título original:

MADAME DU BARRY

 

 

1.  «Coucher» en Versalles

 

Era la hora del «coucher» en el palacio de Versalles. Los brillantes candelabros suspendidos del techo iluminaban la púrpura oscura y los brocados de las cortinas; cada cosa estaba en su lugar, pues no debía haber ningún fallo, ningún problema: sería impen­sable que ocurriera tal cosa en la atmósfera formal de la Corte. Ahí estaba, preparado, el traje de noche, hecho con seda de Lión y delicadamente bordado; así como también la túnica de puntilla y brocados con zapatillas a juego; igualmente yacían sobre un cojín de terciopelo púrpura el gorro de noche y el pañuelo.

El rey guardaba silencio y, consecuentemente, los caballeros del aposento real debían reflejar un mis­mo estado de ánimo. Uno de ellos, el duque de Choiseul, se aventuró a dirigirle la palabra.

-¿Disfrutó el rey con su día de caza? -pregun­tó, siguiendo el protocolo que en esa importante ceremonia obligaba a hablarle al rey en tercera per­sona.

El rey gruñó afirmativamente, aunque daba toda la impresión de que no fuera a disfrutar nunca más de nada.

Así que la seda de Lión descendió desde sus hom­bros, los cortesanos se miraron unos a otros. No ha­bía ninguna duda: Su Muy Cristiana Majestad se estaba volviendo más y más melancólico con el paso de los días.

¿Deberían provocar alguna broma inocente, un juego de agudezas como los que antes le compla­cían? Mejor no. Desde la muerte de madame de Pompadour el rey había cambiado. Se habían acaba­do ya aquellos tiempos en que le gustaba disfrutar de animadas cenas en los «petits appartements», ce­nas por cuyas invitaciones había siempre una gran rivalidad. Aquellos eran los días en que tenía orde­nado que se sirviese la mesa con vajilla de oro y con tales rarezas como una cesta de huevos frescos so­bre la que se había colocado una gallina de oro y es­malte de tamaño natural; y en los que se sentaba afablemente entre sus invitados, pues en los «petits appartements» Luis «le Bien-Aimé» había sido un hombre muy diferente del monarca reservado que asistía a las ceremonias reales.

Se había de ser amigo de madame de Pompadour para conseguir ser admitido en estas cenas, por su­puesto, pues era ella quien gobernaba al rey, y a Luis, hombre indolente por naturaleza -excepto en la caza de animales salvajes y de mujeres, deportes a los que se dedicó tan infatigablemente como sus an­tecesores-, le encantaba que fuera así.

Y después de las cenas, durante las cuales se ha­blaba de la caza y de «amours», había una pequeña representación de teatro en la que destacaba por méritos propios madame de Pompadour. En aque­llos días Luis invitaba a menudo a la reina a asistir a las representaciones, y ella -esa mujer dócil y sufri­da que había tenido que aprender que en la deslum­brante corte de Versalles la querida de un rey se elevaba sobre la esposa con quien las razones de es­tado le habían forzado a casarse- aceptaba las invi­taciones de cuando en cuando, realzando la ocasión con su presencia.

Pero ahora la reina ya estaba muerta, el delfín es­taba muerto; y la propia madame de Pompadour es­taba muerta también. Su cuerpo había sido llevado en procesión solemne desde Notre-Dame de Versa­lles hasta París. El viento ululaba, llovía con fuerza y Luis, que contemplaba la procesión desde la ven­tana de su «cabinet intime», sentía una pena tan borrascosa como el tiempo, sollozaba y las lágrimas desbordaban sus mejillas.

Al caballero Le Bel, el jefe de sus «valets de chambre», le gustaba recordar la emoción del rey en aquel momento. Le Bel lo conocía bien, pues se de­cía que compartía los secretos del rey como nadie antes lo había hecho en la Corte. Era Le Bel quien había conducido por aquellas estrechas escaleras a muchas doncellas tras el rito solemne del «coucher», cuando era la costumbre de Luis el cambiar la cama ceremoniosa de la fría alcoba por una habita­ción más pequeña y acogedora.

Luis, contaba Le Bel, se había enjugado de repen­te las lágrimas, había controlado sus sollozos y fue como si se hubiera hecho a la idea de que debía acostumbrarse a una vida que fuese dirigida por la marquesa de Pompadour.

-A la pobre marquesa no la acompaña el tiempo para su viaje a París -dijo Luis, casi bromeando; y Le Bel se regocijó al escucharlo. Su Majestad supe­raría el dolor.

Pero la melancolía persistía. A la edad de Luis no era fácil cambiar. Cada uno de los hombres que so­ñaban con el poder que podrían obtener del rey te­nía la convicción de que el lugar de la Pompadour había de ser llenado; y había de llenarse con una mujer que no olvidara a los amigos que la habían ayudado a adquirir el más importante y poderoso papel en la Corte de Francia.

El duque de Richelieu, en parte para divertir al rey, y en parte para enfadar a Choiseul, comenzó a hablar de esa exquisita criatura: la condesa d'Esparbès.

Un destello de interés brilló en los ojos de Luis, pero fue efímero, y aun antes de que Choiseul cor­tara el elogio que Richelieu hacía de la condesa, con elogios de su propia hermana -a quien no hacía mu­cho había casado con el duque de Gramont, el viejo pero extremadamente poderoso noble-, Luis ya es­taba bostezando y su mirada se volvió lánguida­mente hacia el cojín de terciopelo donde descansaba su gorro de noche.

Había un cambio, en efecto. ¿Podría ser que toda­vía suspirara por la Pompadour, la mujer que había sido «maitresse en titre» durante dieciocho años? Era imposible. Toda la Corte sabía que varios años antes de su muerte, el título había pasado a tener carácter meramente nominal.

El rey se estaba haciendo viejo. Eso era evidente para cada uno de los caballeros que asistían al «coucher», incluyendo a Choiseul, quien, en esta oca­sión, tenía el honor de sostener la vela con que el rey era alumbrado en su camino a la cama, y a Ri­chelieu, que lo miraba celosamente. Todos pensaban que debían suministrarle al rey una nueva doncella; y que si ella fuera lo suficientemente habilidosa, bella y maleable en manos de sus avaladores, ¡qué buenos bienes podría depararles!

Mientras tanto, a Luis XV de Francia le ilumina­ban el camino hasta la cama solitaria.

 

-Se me acabó la juventud -dijo el rey para sí cuando se quedó a solas-, y no es el hecho de que ya nunca pueda volver a ser como antes lo que me provoca tan gran melancolía, sino esta lasitud que me domina y me hace sentir que ya no importa nada.

Los ojos de la madurez no ven como los ojos de la juventud. Nada tiene ya el mismo encanto, sea una hermosa pintura, un bello edificio o una hermosa mujer. Hubo un tiempo en que esa habitación le complacía, pues él mismo la había diseñado. La cama real de su bisabuelo Luis XIV nunca le había gustado, y a menudo se retiraba (después de la ceremonia del «coucher», por supuesto, y recordando siempre que había de volver a ella antes del «lever») al «cabinet du Conseil», donde encontraba una cama más caliente y una compañía más agradable. Por lo tanto, decidió que quería construirse un dor­mitorio propio. Sería una hermosa habitación, de­corada por el escultor Verberckt, y dispondría de varios aposentos alrededor de la habitación. Y así fue como se crearon los «petits appartements», cuya construcción consolidó la reputación de artistas como Verberckt, Rousseau y Le Brun.

Fue a la edad de diecisiete años, cuando el joven rey, rodeado de adulación donde quiera que fuera, se dio cuenta por vez primera de la belleza de la piedra.

¡Versalles! ¡La creación de aquel fabuloso bisa­buelo, de cuyos días de gloria aún se hablaba con respeto!

Ahora, tendido en su cama, él podía recordar va­gamente la última vez que había visto a su bisabue­lo. Era como una pintura vista desde lejos: los colores se desdibujaban. Estaba la cama real y el vie­jo hombre tendido en ella, la expresión serena aun­que con un rictus de dolor; un sacerdote estaba arrodillado ante la balaustrada que había a los pies de la cama, la cual impedía que la gente se acercara mucho al lecho. Daba la impresión de que la estan­cia hubiera estado llena de mujeres que lloraban. Podía recordar el aire de solemnidad y el enfermizo olor de la muerte.

Era agosto, las ventanas estaban abiertas y desde abajo llegaba la música de los oboes y los tambores.

Madame de Ventadour, su institutriz, había ido a buscarlo para decirle que su bisabuelo deseaba verle, y el modo como lo cogió de la mano para llevarle fue distinto. El mismo se sentía presa de una gran agitación, como si presintiera que un gran acontecimiento estaba a punto de ocurrir. ¿Lo había sentido realmente, o lo había imaginado más tarde? ¿Podría él, tan joven, tan ignorante, darse cuenta, a pesar de tener sólo cinco años y medio, de que pronto se iba a convertir en rey de Francia?

Pensó en el hombre en la cama; el gran rey que había llegado al final de sus días, incapaz de abando­nar su lecho a causa de la gangrena de su pierna. Era el mismo rey que una vez había encantado a toda la Corte con su habilidad para el ballet, el más apuesto rey de Francia, el creador de Versalles, con todas sus bellezas y sus locuras... «le Roi Soleil».

Madame de Ventadour le había llevado junto al lecho a requerimiento del agonizante, y el viejo hombre cogió la mano grosezuela del que había de ser rey, mientras una leve pena le asomaba a los ojos.

-Serás un gran rey, Luisito -dijo-. No tengas pri­sa por ir a la guerra, como a mí me pasó. No debes imitarme en eso, ni tampoco debes derrochar la ri­queza de la nación en construir como yo he hecho. En lugar de preocuparte por los edificios, preocúpa­te por los hombres, pequeño. Alivia su sufrimiento. Eso es lo que debes hacer. Mi niño bien amado, yo te bendigo.

«Fue un momento solemne. ¿Lo fue para mí? -se preguntaba asombrado un Luis de cincuenta y ocho años de edad-. ¿Comprendí que un rey estaba tras­pasando su corona a otro, o meramente me limité a esperar que el abrazo se acabara, porque a mí no me gustaban las caricias de los viejos?»

Pues generalmente a los jóvenes no les gustan las caricias ni el contacto con los viejos; a menos que sean lo suficientemente mayores como para darse cuenta de las ventajas que podrían acompa­ñarlos.

La caricia de un rey puede curar la repulsión, como cura el mal del rey, pensó el rey, sonriendo sombríamente en la oscuridad de su dormitorio.

 

El recuerdo persistía. Él no había seguido el con­sejo de su bisabuelo, pues el amor por los edificios elegantes estaba en su sangre, como parecía estarlo en la de todos los Borbones. Esa era una de las razo­nes por las que echaba tan tristemente de menos a la Pompadour. Cuánto se habían divertido juntos planificando la construcción de los «châteaux». Pen­só en el resultado de todas esas horas encantadoras dedicadas al intercambio de ideas. Ahí estaba el deli­cioso Petit Château de Choisy, y los «châteaux» de Saint Hubert y La Muette; y ahí estaban también esos encantadores pabellones de caza en Fausse Re­pose y Saclay; y también la pequeña joya que eclip­saba todas las demás: Petit Trianon.

Ciertamente no había seguido el consejo de su bisabuelo.

Embargado por tan extraño ánimo, pensó con re­mordimiento en esa extravagancia. Había compra­do el Château de Crécy-Couvé para la Pompadour. Empezó a calcular: eso había ocurrido unos veinte años atrás y había costado setecientas mil libras. Poco después había construido el Hermitage en Versalles; después vinieron el Hermitage de Fontainebleau y Compiègne junto a La Celle St. Cloud. Y aun entonces, la extravagante querida no estaba satisfe­cha y aún habría de tener el Château de Bellevue. Pero ¿por qué censurar a la Pompadour? Era él quien en realidad amaba esas obras maestras en pie­dra, como lo había hecho antes su bisabuelo. El había esquilmado la riqueza de la nación con esa afición, a pesar de la recomendación de Luis XIV; y a causa de ello, mientras él derrochaba tantísimos fondos en esos ídolos de piedra, la pobreza se había adueñado de su reino, y el nombre de Bien Amado que le ha­bían dado cuando era aquel joven encantador del que tanto esperaban, se había convertido en una burla.

Las imágenes iban y venían de su mente. Y ahí estaba aquel día en que había descubierto un pan­fleto en el suelo de su dormitorio, y en el que podía leerse: «Luis, si alguna vez te amamos, fue porque no habíamos descubierto tus vicios».

Esas palabras le hicieron sentir un escalofrío pero sólo momentáneamente: se sentía seguro en el do­rado esplendor de su Versalles.

También recordaba aquella nota que había sido colgada en las puertas del Louvre. Las palabras pa­recían percutir en su cerebro incluso ahora:

 

«Crains notre désespoir; la noblesse a des Guises,

Paris des Ravaillacs, le clergé des Cléments».

 

Se trataba de un recordatorio de cuando los Gui­ses se habían levantado contra la Corona, de los ase­sinos de Enrique III y Enrique IV.

En su momento no había pensado mucho en aquellas palabras, aunque sabía que había un gran descontento en París. Sabía que las mujeres se ha­bían reunido, formando una multitud, en el Pont de la Tournelle gritando:

-Nos morimos de hambre. Dadnos pan.

Sabía que un hombre se había subido a la carroza de la reina y había arrojado una hogaza de pan ne­gro en su regazo, gritándole que ésa era la porquería indeseable por la que habían de pagar un precio tan exorbitante. Era penoso, en efecto. Pero eso no evitó que un monarca amante del placer planificara modi­ficaciones para sus palacios y creara nuevos y más exquisitos jardines.

Entonces tuvo lugar el «affaire» Damiens.

Se disponía en ese momento a dejar Versalles para trasladarse a París y había bajado de los «petits appartements» a través de la «Petit Escalier du Roi» que llevaba hasta el «Cour des Cerfs». Había con­vertido en un hábito el uso de esa pequeña escalera, porque era un camino más corto y más rápido que la «Escalier de la Reine». Había cruzado la «Salle des Gardes» camino del «Cour Royale», donde le aguardaba el coche, cuando, así que apareció en el jardín, Damiens se fue hacia él y le asestó dos puña­ladas con un cuchillo de caza.

Sucedió tan rápido que quienes le rodeaban no supieron darse cuenta en el momento de qué estaba ocurriendo. Sólo cuando susurró que había sido apuñalado y señaló al fugitivo Damiens pudo ser éste capturado.

Había creído al principio que la daga estaba enve­nenada, aunque Lasmartes, su montero mayor, des­pués de examinar la herida, declaró que en cosa de cuatro días traerían juntos a casa algún ciervo del bosque. No creyó a Lasmartes, porque pensó que el buen hombre quería tranquilizarlo. Pero el montero no se equivocaba: la herida pronto cicatrizó y él se encontró bien enseguida.

Pero la gente de París no se preocupó por su sa­lud como lo hiciera en otro tiempo. Cuando trece años antes el rey estaba gravemente enfermo en Metz, la tristeza se apoderó de la nación. Entonces aún era Louis «le Bien-Aimé». Después de aquello había convertido a Jeanne Antoinette Poisson en la marquesa de Pompadour; le había permitido gober­narle a él y a su pueblo para, como la gente pensaba, desastre de ambos. Y el precio del pan había subido bastante más allá de los medios materiales de mu­cha gente pobre y sufriente.

Damiens había pagado un alto precio por lo que había hecho. El desempleado lacayo de Artois no es­taba bien de la cabeza, pero eso no le salvó. Fue con­denado a una pena más horrible que la que tuvo el asesino de Enrique IV: fue colgado, apaleado, arras­trado y descuartizado. Fue un espantoso espectáculo que llenó a la muchedumbre de asco y horror. Luis oyó que la ejecución había tardado una hora y cuarto en realizarse, y que Damiens había tenido que contemplar los preparativos para su tortura y muerte durante más de media hora desde el cadalso, antes de que la horripilante operación comenzase.

Cuando Ravaillac murió -sufriendo incluso ma­yor tormento que Damiens-, la gente había coreado y aplaudido sus sufrimientos. Se trataba de un per­turbado mental, como lo fue Damiens, pero había matado al más grande rey que Francia había conoci­do, el amado del pueblo; y Damiens meramente había atentado contra un rey que se hacía impopular a marchas forzadas.

En consecuencia, la gente no aplaudió la ejecu­ción de Damiens; los tiempos habían cambiado y los parisinos tenían mayor cultura que los del siglo an­terior. Hubo, sin embargo, una mujer que, buscando ganarse el favor real, contempló, entera, la absurda y bárbara ceremonia.

Luis tembló al pensar en aquella mujer. «La cria­tura asquerosa», se dijo ahora, como lo había dicho entonces.

Era algo que nunca olvidaría; una escena que vol­vía a él cuando estaba solo por las noches.

La creciente impopularidad, el estado de las arcas reales, y un pueblo insatisfecho que se moría de hambre en las calles y que ya no gritaba «Vive le Roi» cuando la carroza real pasaba al lado de la gen­te; todas esas cosas volvían los tiempos difíciles, y aún habían de serlo más. La gente ya no le tenía a la realeza el mismo respeto de antes.

-Me estoy haciendo viejo -dijo el rey, recostado en sus almohadas- y se me acaba el tiempo.

 

El sueño aún no le venía, y antes que considerar el estado del Tesoro o los sentimientos de la gente, era mejor volver los pensamientos a materias más agradables. ¡El amor! Pensaría en el amor. Trató de echar una mirada retrospectiva y vio una procesión de mujeres; y había muchas cuyas caras no podía recordar en modo alguno.

Pensó en la rivalidad que había existido entre las facciones de Chantilly y Rambouillet, y en cómo cada bando había buscado conseguir sus favores proveyéndole de una doncella que mirara por sus intereses particulares.

Luis conocía sus maquinaciones. Sonrió al recor­darlas, le encantaban sus maniobras. Como era un hombre perezoso le encantaba que le buscaran las doncellas.

Fue en Rambouillet donde conoció a la condesa de Mailly, quien se convirtió en un placentero inter­ludio. Era tan solemne, tan devota, que se compor­taba más como una monja que como la amante del rey. Y, por supuesto, uno se aburría enseguida de esa devoción y esa modestia. El bisabuelo Luis había encontrado las mismas cualidades en la pequeña Louise de la Vallière, y el mismo aburrimiento. No era ese tipo de mujer modesta quien podía deleitar por mucho a los reyes de Francia; y entonces se in­teresó por la hermana pequeña de la condesa, madame de Vintimille, que era muy diferente de su hermana. Ah, sí, ambiciosa y un poco virago, y el pueblo la odiaba. Recordó el día en que fue enterra­da y cómo le llegaron las noticias de que la gente la había insultado al paso del cortejo fúnebre. Y la con­desa, temiendo que él pudiera sufrir a causa de la muerte de su rival, fue a confortarlo.

A él le gustaba aquella familia. ¡También su bisa­buelo había sentido un afecto similar por una fami­lia de chicas, las bellas Mancini! Aún había otra hermana, Marie Anne...

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